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Escribe o no escribas, pero no lo intentes

No se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas,

sino por la forma en que se digan”

Jean Paul Sartre

Uno de mis mayores placeres es dar un paseo por mi ciudad y terminarlo en mi librería favorita para echarle un vistazo a las novedades del mes. Mis pies me llevaban directamente hacía ese rinconcito junto a la entrada, donde con premeditado cuidado, los dependientes colocan de forma vistosa los nuevos best-sellers y otros volúmenes que prometen ser un éxito de ventas. Solía ojear las primeras páginas para ver si el libro valía la pena y tal vez darle una oportunidad más adelante. Después, me movía al fondo de la tienda, donde la luz y el ruido de la calle no molestan, y buscaba entre las enormes estanterías con libros sin ordenar, algún tesoro que llevarme a casa o que me entretuviera el rato que estaría allí dentro hasta que me pillaran leyendo sin permiso.

Me encantaba pasar el rato en la librería y descubrir libros nuevos que me transportaran a los mundos que allí se encerraban. Universos que sus autores habían escrito con cariño y dedicación para mi. Me hacían olvidarme de la realidad, aunque solo fuera durante unos minutos.

A día de hoy, ya no paseo tanto.

Mi pequeño placer ha sido víctima del consumismo que reina en el siglo XXI, donde cualquier cosa, si vende, es válida. Hemos llegado a tal punto de degradación de la calidad, que es entrar en una librería y lo primero que encontramos es el último libro sobre la exaltación de la figura del rey, otra trilogía adolescente que ha copiado a la anterior o el libro de Belén Esteban. No entiendo que ha pasado con las historias de piratas, héroes y princesas que te hacían gritarle a las páginas por más; o de esas bellas historias de amor que te hacían leer con paquete de pañuelos al lado

¿Hasta donde vamos a llegar?

La literatura de este siglo ha dado un cambio radical en muy pocos años, coincidiendo con la llegada de Internet.

El gigante invisible no solo nos ha dado las facilidades para encontrar cualquier dato en cuestión de segundos, si no que nos ha proporcionado un medio de difusión gratis y a nivel global, que no sabemos como usarlo, o más bien, como llenarlo de cosas útiles. Porque estoy segura que al menos el 70% de la red (siendo optimista) está a rebosar de basura, con blogs empezados que nunca llegaron a ninguna parte, webs literarias que quedaron en el olvido o páginas sobre avistamientos de ovnis.

Junto a esto, y la llegada de plataformas de autopublicación (siendo Amazon la más conocida) nos encontramos en estos momentos con una montaña de relatos, poemas, novelas, ensayos y libros que invaden la red, haciendo que sea muy difícil encontrar las historias que realmente valen la pena.

Tim o’Reilly, un fuerte impulsor de los movimientos de libre software, afirmaba que en esta nueva generación cambiaríamos el mundo al difundir el conocimiento de personas innovadoras. Personas con ideas nuevas, originales, que podrían utilizar las herramientas de autopublicación para que fuera más fácil que llegaran a nosotros, los lectores. Pero como todo en esta vida, la herramienta no tiene de culpa de como la usan; el culpable es la persona que la usa mal.

En la autopublicación, demasiados escritores amateurs han visto la luz para lanzarse al mundo literario, publicando sin pudor alguno, historias hechas fanfics o novelas de dudoso gusto para el público, mientras que grandes escritores siguen madurando sus ideas, encerrados en casa, sin saber lo buenos que son.

Deberíamos pensar que somos lo suficientemente listos como para diferenciar lo bueno de lo malo y así no posar la vista sobre esos atentados a la buena literatura. Pero sinceramente, desde la llegada de obras como 50 Sombras de Grey y otros pseudolibros de famosillos, escritos por el ingenuo de turno, mi fe se ha roto en mil pedazos.

No concibo que hayamos llegado a este punto en que el llamado best-seller sean unas cientos de páginas rápidamente escritas, sin ningún valor cultural y que estén primeros en ventas, cuando libros de grandes escritores como Isaac Asimov, Terry Pratchett, Tolkien, William Joyce, Baudelaire o Victor Hugo, rezan desde el rincón más profundo de una librería, entre polvo y oscuridad, para que alguna alma bondadosa los abra y descubra las maravillas que se hayan entre sus páginas.

Y sinceramente, pienso que todo esto comenzó cuando empezamos a creer que toda esta libertad, que todo ese mundo que nos abría Internet, nos hacía escritores. Creamos la fantasía de que cualquiera puede escribir una buena historia y que, por supuesto, cualquiera puede publicar. “Si el Rubius puede escribir un libro, entonces yo también” piensan en estos momentos los más jóvenes al ver el éxito que ha conseguido el youtuber. Lo siento, pero no.

Un escritor no es alguien que junta un par de letras y que publica su texto. Tampoco es alguien que narra de una forma tan terriblemente complicada para lucirse y hacer que el lector se pierda. No es estar número uno en ventas, pues, a día de hoy, tampoco te hace buen escritor. Un escritor no es aquel que escribe para vender y así comprase una moto nueva.

No, no puedo creer en esa idea.

El escritor de verdad, escribe porque sino su vida no tiene sentido. Practica su técnica, pone toda su inspiración y su imaginación en una historia y seguramente aun así no le gustará como queda. Porque un escritor es su peor crítico y nunca estará conforme con lo que ha creado, y si es el caso contrario, es que tiene que darle un repaso.

Pero lo más importante, y es lo que hace a un escritor merecedor de tal nombre, es que llega a la gente. En cada novela, deja un pedazo muy importante de si mismo para que el lector lo disfrute y se emocione con su creación. El dinero es lo de menos, si no llegas a la gente, no has conseguido nada.

Por eso, y visto que la situación en el mundo literario no tiene aspecto de mejorar, debo atreverme a afirmar esto sin la menor vergüenza:

No todo el mundo puede ser escritor.

Cristina Ogando

24 años, Pontevedra. Graduada en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela. Actualmente curso el Máster en Estudios Literarios y de la Cultura en dicha universidad, además del Máster en Formación de Profesorado por la UCAM. Cuando no estoy muriendo entre estrés y café, colaboro como esbirro en El Libro del Escritor, redacto en MásVeinticuatro e intento dirigir mi blog The Last Chonicler.

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